3/12/09


Nadie contestaba a mi pregunta y empezaba a sospechar por qué. Antes dije que eran todos los locos del mundo los que cantaban esa canción de una sola sílaba que parecía el aullido de un lobo gigantesco y de un timbre tan poderoso como para llegar intacto a las mismísimas estrellas y al centro de mi corazón. Antes dije, antes dije… Pero era un decir sin más. ¿Todos los locos del mundo cantando la misma canción para mí? ¿Es acaso imaginable? Oh, hubiese sido magnífico escuchar a todos los locos cantando al unísono. Estimo que sería el único coro capaz despertar nuestra mermada capacidad de asombro.

Un sujeto de tez cobriza y aspecto de chino del Sur (que acababa de leer al vuelo mi pensamiento) me miró con los ojos muy abiertos y dijo:

-Tiene usted razón. Ah, si todos los locos cantaran la misma canción en la oscuridad. De pronto el mundo se convertiría en no-mundo, de pronto una luz muy poderosa y obsesiva empezaría a emerger de la negrura… La revelación de la soledad fundamental del ser, de su dolor primordial, brotaría en muchos como una flor de sangre gracias a una simple canción de una sola sílaba recorriendo de parte a parte la muerte, de parte a parte la vida. ¿No lo cree usted así?

Le miré con desconfianza y respondí:

-¡Sí!

-¡Avefrías del dolor, de la angustia y de la locura, alejaos de mí!- gritó de pronto el chino, que parecía fuera de sí.

Inmediatamente todos los locos del mundo (esta vez sí) comenzaron a cantar al unísono, respondiendo al chino del Sur.

Oh, Dios mío, aquello no era la revelación, aquello era… ¿Cómo explicarlo? Aquello era… Veréis, en realidad aquello era el mismísimo JUICIO FINAL.

-Pero entonces –pregunté-, ¿serán los locos los que nos juzgarán al final de los tiempos?

-¡Yes! –gritó el chino-. ¡Yes, yes, yes! Y su canción será como un hondo infrasonido que lo purificará todo. Yes –volvió a decir muy contento-. Yes, yes, yes.

La tarde se había apaciguado y la lluvia ácida sabía a gasolina y miel. Le di un buen lengüetazo con mis habilidades de camaleón. Qué sabor más delicado y oriental, pensé, y miré a mi alrededor lleno de felicidad. El chino del Sur había empezado a hacer acrobacias. Parecía de goma. Mientras tanto en Manila el arzobispo se arrojaba de una torre de la iglesia de San Agustín y moría en el acto.

-¡Yes! –seguía diciendo el chino-. ¡Yes, yes, yes!


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